viernes, 19 de agosto de 2011

TEATRO ARGENTINO

Momentos del teatro argentino


Jorge Ricci

Introducción

La historia del teatro argentino puede haber comenzado con cualquier acontecimiento inesperado y en cualquier lugar geográfico.

En todos los casos, como tantas otras cosas, este comienzo está irremediablemente ligado a la tradición europea.

Dicen algunos que el primer texto dramático del país fue la oda escrita por Antonio Fuentes del Arco en 1717, en Santa Fe de la Veracruz, con el fin de agradecer a Felipe V, Rey de España, por la quita de un impuesto que perjudicaba al puerto de los santafesinos. Dicen otros que lo que se puede rescatar como primer texto dramático patrio es un anónimo, «El amor de la estanciera», estrenado en el Teatro de la Ranchería en Buenos Aires. Y sostienen, los más, que el discurso del teatro nacional comienza a fluir en las arenas del circo criollo con el «Juan Moreira» que plantan los Podestá con palabras de Eduardo Gutiérrez que, a su vez, son supuestas palabras de un oscuro gaucho bonaerense, el auténtico Moreira que muere en el burdel «La Estrella» de Lobos y que es mitificado a la altura del Fierro escrito por José Hernández.

Entonces, si nos inclinamos por este último criterio, podríamos decir que el teatro argentino nace de una profunda paradoja: la historia real de un gaucho apellidado Moreira, que viene a repetir la parábola de una ficción, la del Martín Fierro escrito por Hernández.

A Moreira lo mata el Sargento Chirino y por la espalda. A Fierro lo tiene que hacer matar Borges en un pequeño y perfecto relato titulado «El fin», donde el hermano del negro de la famosa payada viene a cobrarse la deuda y, supuestamente, acaba con la historia de «Martín Fierro», que es como decir que acaba con la historia del gaucho rebelde.

La gauchesca, tal vez el género más puro de los argentinos, tiene múltiples formas a través de sus protagónicos: el gaucho valiente, el gaucho perseguido, el gaucho trovador, el gaucho humorístico y el gaucho crepuscular que se suicida en «Barranca abajo» de Florencio Sánchez porque ya no hay lugar para el criollo honrado.

Después vienen los géneros de la ola inmigratoria, los géneros populares que acompañan a españoles e italianos: el sainete y el grotesco. Que, una vez en el Río de la Plata, se tornan sainete y grotesco criollo.

La rápida inventiva de esos comediógrafos y dramaturgos, cuyos padres habían bajado de los barcos, van a dar lugar al período más intenso y popular del teatro argentino.

Ahora el protagónico no es el gaucho, porque la escena, la historia y los personajes se instalan en la vida urbana y nacen los prototipos del nuevo país: el gallego, el tano, el turco, el ruso y tantos otros. Serán éstos, de lenguaje cocoliche o lunfardesco, los dueños de las historias que transcurren en los conventillos y en tantos otros lugares ciudadanos.

El surgimiento del tango acompaña el derrotero de los géneros más duraderos de la escena nacional. Y de allí que las figuras del tango suelen ser las figuras de aquel teatro nacional. Porque los tangos se estrenan en sainetes y grotescos y los textos de ese teatro se asimilan al lenguaje tanguero. Entonces el cocoliche y el lunfardo construyen alocadamente la bendita identidad nacional.

De este tiempo nacen otros antihéroes que serán los protagonistas del teatro argentino.

«Stéfano» será la figura emblemática de toda esta etapa. Escrito por Armando Discépolo este personaje mayúsculo es extranjero, inmigrante, artista, pobre, fracasado, que habla el cocoliche, viene a hacerse la América y sueña con la ópera que no escribirá nunca porque está lleno de música ajena.

Si Moreira es el gaucho extraído de la llanura bonaerense, Stéfano será la sombra aproximada del padre de los Discépolo, uno de los muchos nuevos argentinos que no pudieron escapar del conventillo.

Hasta aquí, tres géneros (la gauchesca, el sainete y el grotesco), se llevan casi todo el primer siglo de país. Del país que se constituye en 1853.

El teatro, por entonces, sin competencias, era una epidemia popular. Las Compañías actuaban de lunes a lunes en matiné, vermouth y noche y los textos se vendían en kioscos y librerías semana tras semana. Casi todos los argentinos tenían en sus recientes bibliotecas el Cancionero del Tango y la Colección del Teatro Nacional.

La radio y el cine comenzaron a echar sombras sobre el antiguo oficio de las tablas y éste, poco a poco, se transforma en un arte de cofradía.

Ese es el momento en que nace el teatro independiente, un movimiento de la clase media ilustrada que se interesa por el teatro de arte y década a década va incorporando a maestros extranjeros que dictan desde sus libros las pautas del teatro que hay que hacer: naturalista, realista, psicologista, simbolista, expresionista, absurdo, de la crueldad, ascético, antropológico, etc. Los nombres de Craig, Antoine, Stanislavsky, Brecht, Artaud, Beckett, Grotowski, Brook, Kantor o Barba, pasan a ser la guía obligada según los criterios estéticos de cada equipo de trabajo.

Estos eternos jóvenes independientes (porque desde entonces el teatro parece «pecado de juventud») serán los que en la década del cincuenta irán a preguntarle al gran actor Pedro López Lagar que con qué depurada metodología había compuesto su espléndido estibador en «Panorama desde el puente» de Arthur Miller; y el experimentado actor con su escuálida respuesta («Me pongo la gorra y salgo») dividirá las aguas entre un teatro de oficio y un teatro de arte, aunque a veces el arte estaba en el oficio y lo que debía ser arte pasaba a ser mero oficio. Esta anécdota resume la distancia que se crea entre estas dos escuelas: la que se hace en el escenario de los profesionales y la que se hace en los rigurosos cursos formativos de los primeros independientes.

Pero con el tiempo todo se confunde y unos y otros aprenderán de la vereda de enfrente.

La imagen inaugural del teatro independiente argentino es la del director socialista Leónidas Barletta tocando la campana en la puerta del Teatro del Pueblo para que el público (como si fuesen alumnos de una escuela) acuda a la Sala para ver los fantasmas «arltianos» o la dramaturgia extranjera que llegaba por barco a las Librerías de Buenos Aires. Porque el teatro independiente será también, aparte de una suma de espectáculos, un movimiento cultural que abrazará a la clase media ilustrada con charlas, publicaciones, discursos y manifestaciones ante cada injusticia.

Y con aquel teatro de Roberto Arlt que difunde Barletta, los antihéroes continuarán de protagónicos (como en la gauchesca, en el sainete y en el grotesco) y el teatro argentino seguirá remando contra la corriente.

Sin embargo, y más allá de los avatares éticos y estéticos de los independientes, los clásicos géneros del teatro nacional (gauchesca, sainete, grotesco, costumbrismo y revista porteña) persistirán en los humildes grupos vocacionales y filodramáticos de pueblos y barriadas y en el teatro comercial de las grandes ciudades. Es decir, entre la década del cincuenta y la del setenta, se produce un fenómeno en el teatro argentino que reemplaza a la disyuntiva «vocacional o profesional» por la disyuntiva «lo nuevo independiente o lo viejo comercial». Y esto genera dos teatros marcadamente diferentes, el teatro independiente con su repertorio propio y el otro teatro con su repertorio popular y comercial.

En cuanto a los independientes (cultos, universitarios, pudientes), harán del teatro un quehacer didáctico y su público tendrá la obligación de ir paso a paso por el lenguaje y la temática que van fijando los elencos. Así recorrerán los griegos, los romanos, lo medieval, lo isabelino, el teatro de ideas de los últimos siglos y el teatro contemporáneo del siglo veinte. En sus repertorios nunca faltará un Sófocles o un Shakespeare o un Molière o un Goldoni o un Ibsen o un Strinberg o un Chejov o un Miller o un Beckett. Hasta que generan sus propios autores y lo que comenzó con Arlt se extendió a Gorostiza, Dragún, Cuzzani, Lizárraga y otros. Este movimiento independiente, al igual que la reforma universitaria, se extiende por todo el país y alcanza a muchos otros países latinoamericanos. El teatro independiente se forjó en la búsqueda de la libertad de expresión, de opinión y de forma artística. Sus elencos lo probaron todo: naturalismo, realismo, psicologismo, expresionismo, absurdo. Y el resultado fue un movimiento que acabó con el divismo para fortalecer la idea de equipo en el viejo oficio.

La continuación natural de los independientes, son los neoindependientes, menos esquemáticos y más eclécticos en sus criterios estéticos. A tal punto que serán capaces de generar una dramaturgia muy vasta que contiene a la Gámbaro junto a Viale, a Cossa como a Pavslovsky, a Monti, a Kartún y a muchísimos más que llegarán a provocar un teatro que avanza hacia la vanguardia pero que también es capaz de volver la mirada hacia atrás y recuperar todas las formas olvidadas del gran teatro nacional. Lo neo es aquello que, después de muchos años, levanta la veda a los clásicos argentinos y los funde con el teatro universal y con las nuevas propuestas. Entonces, nace un neo sainete, un neo grotesco, un neo teatro popular. Nuevas lecturas sobre Gutiérrez o sobre Discépolo o sobre Cayol se mezclan con nuevas lecturas sobre los clásicos universales. Otro teatro, más abierto, más impertinente que el independiente, se atreve a fundir el teatro de arte con el teatro de oficio. Este segundo movimiento dejará que sus hacedores vayan y vengan del teatro al cine y del teatro a la televisión. Y sus hacedores serán capaces de trabajar por dinero o de trabajar por amor al arte pero siempre desde una óptica profesional. Tal vez la suma de autoritarismo y populismo por varias décadas haya servido para abrir el espectro de la gente de teatro. Tal vez el estado de crisis permanente haya servido para fortalecer al rico teatro argentino.

Pero los flujos y reflujos del movimiento teatral son permanentes y así como unos olvidaron a otros, los que vinieron después siempre creyeron que con ellos empezaba todo de nuevo. Y algo de eso es lo que hoy está pasando con las denominadas nuevas tendencias. Hay un teatro que por momentos se instaló en la imagen pura y renegó de todo texto y un teatro que busca instalarse en el texto literario y minucioso para abandonar la costumbre de contar una historia, un teatro con mucho de contar sin contar, de hablar sin dialogar y de componer sin actuar. Un teatro de las nuevas tendencias que tiene derecho a probarlo todo porque en el arte no debe haber límite. Ahora, «cuando baje la marea», como decía un escritor amigo, se verá qué es lo que queda en la superficie. Este nuevo teatro que surge con la democracia en los ochenta, va sumando nombres y experiencias valiosas como las de Alberto Ure, Laura Yusem, el Sportivo teatral de Ricardo Bartís, La Cochera de Paco Jiménez, el Periférico de Objetos, el Patrón Vázquez y tantos otros. Y una vez más se instala en el teatro argentino la necesidad del equipo por sobre las individualidades. Y si en los cincuenta fue el Fray Mocho y en los sesenta el Nuevo Teatro y después el Equipo Payró, ahora son los equipos de la nueva tendencia los que comienzan a replegarse sobre la creación total que funde el texto literario con el texto espectacular.

Casi otro siglo de teatro ha tenido la Argentina desde los primeros independientes hasta las nuevas tendencias de estos días. Y de esos últimos grupos suelen salir autores, directores, actores, escenógrafos, músicos e iluminadores que deslumbran en el país y en el extranjero.

Hace un tiempo, en el Festival Internacional de Buenos Aires, un teatrista extranjero nos decía que los teatros más sorprendentes, por sus actores, que él había encontrado andando por el mundo eran el de los rusos y el de los argentinos. Esta anécdota habla claramente del respeto que genera nuestro teatro en todo el mundo por su creatividad y por la capacidad que tiene para ser creativo en las peores condiciones políticas, económicas y culturales.

El teatro argentino, por otra parte, aunque en gran medida hoy sea una cuestión de cofradía, nutre al mejor cine y a la mejor televisión del país. Buenos Aires y los grandes centros teatrales del interior tienen un público y un teatro que asombra a europeos y a americanos. El teatro nacional es un gran producto de exportación desaprovechado, una gran empresa cultural que crece y se perfecciona a pesar de los malos gobiernos.


La gauchesca

La gauchesca nace con el designio de tener que ser el género nacional por excelencia.

Martín Fierro, gracias a Lugones, pasa a ser el poema nacional. Juan Moreira, con la versión de los Podestá, el inicio del teatro nacional. Y el protagonista de todas estas historias rurales, «un gaucho vago y mal entretenido», la esencia del ser nacional.

La gauchesca es poesía, canción, narrativa y teatro. Esa suma alimenta la condición de género emblemático.

Sin embargo, al igual que los géneros posteriores, sus rastros se pierden en la literatura universal. Y la gauchesca, épica o lírica según lo que cuente y cómo lo cuente, dejará entrever rasgos románticos, rasgos barrocos y rasgos de aquello que es profundamente clásico.

El gaucho, héroe y antihéroe al mismo tiempo, se presta para la epopeya, para la tragedia y para el drama.

Fierro o Moreira, como cualquier criollo en desgracia, sellan el destino oscuro del hombre argentino. Su suerte será la suerte de los que vengan después en tono asainetado, grotesco, arltiano, realista o absurdo. Y sus antagonistas (Chirino, el Negro de la payada, Sardetti, el viejo Vizcacha, el alcalde mayor, el gringo que agoniza en el charco o el cuerudo) serán las formas inconclusas y deformadas de ese hombre del país que se nos mitifica en la desolación de Fierro, en el coraje de Moreira o en la sabiduría de Don Segundo Sombra.

La figura del gaucho será la forma irremediable de la nación primitiva, rural, virgen. Y la gauchesca, el costado poético de esa historia nacional que se fue haciendo en batallas y entreveros.

El gaucho «vago y mal entretenido» será nuestro símbolo de libertad e independencia.

Fierro, Moreira, Vega, Sombra, Don Zoilo y hasta Bairoletto, conforman una cadena que parece interminable y que cruza la historia y la literatura argentina como el componente más genuino de lo que somos o de lo que deseamos ser. Nuestro criollo perseguido es nuestro Quijote.

El tiempo nos ha arrastrado a las ciudades pero cuando necesitamos reencontrarnos con nuestra supuesta esencia vemos al gaucho solitario en medio de esa inmensa llanura.

Borges, el más universal de nuestros escribas, no pudo escapar de los arrabales que llevan al campo y encontró en el malevo al gaucho tardío.

La gauchesca, por cierto, ha entrado en nuestra historia como la forma más certera que nos devuelve el espejo empañado de nuestra identidad nacional.

Por eso, tal vez, en los momentos más difíciles de este extraño oficio de ser argentinos, siempre hay un verso de Hernández que nos dice todo. Y la gauchesca se tornó tan fuerte en este país reciente, que hasta el cocoliche se imaginó criollo.

Siempre, en todo estadio del teatro nuestro, se retorna a la gauchesca y aunque se lo haga con aires de humorada, la cosa, tarde o temprano, se vuelve metáfora.

Porque la estructura dramática, la métrica y tantas otras cosas que hay en el género de la gauchesca pueden venir de otras literaturas pero hay algo que es intransferible: el personaje y su paisaje.

Moreira o Fierro o cualquier otro gaucho de la llanura argentina del siglo diecinueve o de siglos anteriores será el sello de la gauchesca y la gauchesca, como género en sí, desaparecerá con esos criollos nómadas y perseguidos, pero cada vez que nos enfrentemos con un hombre que viene del pueblo y que es hijo de la injusticia, nos retrotraeremos al mundo de la gauchesca y veremos Moreiras en el cadáver del Che o en los cuerpos baleados de guerrilleros y de piqueteros.

Esto hace que el género gaucho se torne nuestro clásico por antonomasia, nuestro último espejo donde se refleja la turbia figura de lo nuestro.


¿Qué fue de tanto animoso?

¿Qué fue de tanto bizarro?

A todos los tapó el tiempo,

a todos los tapó el barro.

Juan Muraña se olvidó

del cadenero y del carro

y ya no sé si Moreira

murió en Lobos o en Navarro.


Jorge Luis Borges



Opiniones

En los últimos tiempos, una serie de revistas especializadas nos acercan las opiniones de los hacedores del teatro argentino y estas reflexiones ajenas nos permiten revisar nuestra propia mirada sobre distintos momentos de ese teatro.

Roberto Cossa, por ejemplo, deja en claro que los autores del sesenta (Rozenmacher, Talesnik, Halac, Somigliana, De Cecco, Walhs y el propio Cossa) generaron el primer cisma generacional entre los independientes y que ellos supieron diferenciarse de la generación anterior: «A diferencia de la épica de grandes elencos que se venía haciendo en el teatro independiente, un teatro con finales heroicos porque era además instrumento de una acción política, hicimos un teatro más cotidiano, íntimo, y sobre todo con antihéroes; aunque en algún sentido también se podría decir que para matar a los padres escribimos como nuestros abuelos». Y también sabrá aclarar Cossa las dos corrientes que se generaron en esos años y que conformaron, a pesar de ellos mismos, una verdadera competencia estética: «Desde el Di tella surgió otra línea a la que se asoció con el absurdo, Griselda, Pavlovsky. Al principio se nos provocaba a considerarnos antitéticos pero luego nos fuimos hacia un teatro más imaginativo así como los otros se acercaron a cierto cotidiano, nos fuimos mezclando».

Ricardo Halac, perteneciente a la generación y a la corriente realista de Tito Cossa, va más lejos y parece sentirse parte de aquel teatro didáctico de los primeros independientes, aunque conciente de las transformaciones que el tiempo les fue imponiendo a él y a todo el teatro argentino: «Nací con una estética teatral y ahora vivo en otra totalmente distinta. Cuando empecé había un modelo de teatro ostensiblemente didáctico que se dirigía a la conciencia, un teatro que iba al problema que quería contar y se despojaba de temas secundarios. Eso modelo hace tiempo que es inexistente».

Mauricio Kartún, perteneciente a la generación del setenta, parece compartir con los anteriores esa sensación de haberse iniciado en una realidad teatral a la que él mismo fue trastocando: «Mis primeras producciones teatrales estrenadas corresponden a la efervescencia de la época en la que fueron escritas, a principio de los 70. Eran años de corrección política... A partir de "Pericones" (1987) eso cambia en mi teatro. Aparecen la irreverencia y la incorrección.» Y tal vez a causa de esa «irreverencia» y de esa «incorrección» de la que habla Kartún, nacen los dos componentes más destacados por dicho autor con respecto al arte teatral: «El teatro tiene dos aspectos apasionantes. El primero es el propio concepto de teatralidad. Es decir, hay un cuerpo vivo, frente a mí, desarrollando un acto hábil, sorprendente, de tal manera que yo siento. Yo soy testigo privilegiado de esto que está pasando frente a mis ojos y que no va a volver a repetirse... Y el otro aspecto relevante del lenguaje teatral es lo coloquial. El hecho de construir una historia, una poesía, a partir del material de descarte mayor que hay en el mundo, que son las palabras. La palabra en sentido coloquial. El habla cotidiana».

Raúl Serrano, maestro de actores, al ser reporteado por la periodista Edith Scher para la Revista «Picadero» para que defina el aporte del realismo al teatro, tanto en el momento de su aparición como en la actualidad, confirma algo que viene siendo tema de discusión desde hace varias décadas, que la actuación debe ser lo más cierta y despojada posible. Dice Serrano: «¿Qué es el teatro hasta el Siglo XIX? Un texto escrito al que vos tenés que venir y pararlo. Pero ¿cuál es la revolución que, paradójicamente, trae el realismo? Paradójicamente, el estilo más conservador es el que introduce la revolución, porque en su intento por copiar lo que ocurría en la vida, también lo hace con el lenguaje de la apalabra, y así saca al teatro del ámbito de la literatura. Ya no se escribían frases, monólogos, sino que se copiaba el argot. ¿Por qué no sirvió más la vieja técnica de la actuación? Porque había que buscar el cuerpo. Y es ahí cuando cayó Stanislavsky y funcionó. No sólo trasladó la técnica de la prosodia, de la declamación, al cuerpo, sino que encontró el lenguaje específico del teatro. El teatro no es una rama de la literatura, sino que es lo que ocurre en la escena».

Y estas opiniones de Serrano parecen repetirse, aunque con otros códigos tal vez, en las opiniones de los actores de puestas muy actuales de Tolcachir o de Veronese:

«De todas maneras, como los actores tenemos ese vicio de querer contarle al espectador lo que estamos sintiendo, lo que sí apareció como consigna fue, precisamente, no hacer eso, no subrayar el sentimiento, sino vivirlo, sin explicar ni verbal ni gestualmente».





(Lautaro Perotti, actor de «La omisión de la Familia Coleman»)





«Con Veronese trabajamos mucho lo que está detrás de lo que se dice, ya que la inmediatez del texto, aquello que está cerca de lo que uno está leyendo, el hecho de hacerle demasiado caso a la palabra, hace que el resultado sea más convencional».





(Osmar Núñez, actor de «Mujeres soñaron caballos» y «Espía a una mujer que se mata»)





Otra aguda observación sobre las similitudes entre las distintas búsquedas en las diferentes últimas décadas, la da Alberto Segado, actor, maestro y asiduo espectador del teatro argentino: «Cuando vi "La omisión de la Familia Coleman" o "Mujeres soñaron caballos", quedé fascinado, pero no sentí que fuera algo nuevo. Lo que sí es cierto es que, en un circuito del teatro, aparece una vuelta a lo que pudo haber sido "Nuestro fin de semana" en los 60».

Y la sensación es que de generación en generación los independientes no cesan de revisar sus lenguajes con una misma intención: no ser atrapados por antiguas retóricas.

La suma de otras opiniones nos llevará siempre al mismo resultado: a la suma de diferentes ópticas detrás de un mismo objetivo: alcanzar el hecho creativo en su estado más puro.


La identidad del teatro

¿Dónde sucede esto que hemos llamado teatro durante tantos años? ¿En un escenario de medidas convencionales? ¿En un espacio distinto? ¿En construcciones ajenas? ¿En tierras baldías?

¿Cuál es el lenguaje que podemos seguir llamando teatro? ¿La palabra? ¿La palabra y la acción? ¿La acción y la imagen? ¿La imagen pura? ¿El puro movimiento?

¿Contamos, en el teatro, para todos aquellos que conviven con nosotros en un mismo espacio geográfico y en un mismo tiempo histórico? ¿Contamos sólo para otros que son como nosotros en la intención ideológica y en la mirada estética? ¿Contamos para contar lo que deseamos que nos cuenten? ¿No contamos?

¿Dónde comienza el teatro y dónde acaba lo otro? ¿Qué son el cine, el show, el circo, la televisión, el recital, la rueda de conversaciones, el psicodrama o la escena callejera para el llamado teatro?

¿Qué hemos narrado en todos estos años? ¿Trazamos con esos relatos nuestro propio rostro? ¿Qué realidad está en esas historias? ¿O hemos estado dibujando un capricho? ¿O no contamos nada y tan sólo nos exhibimos de un modo peligroso?

¿Qué es el actor en mitad de la escena? ¿Un náufrago? ¿Un lobo estepario? ¿Un hombre entero? ¿Qué es la escena para el actor? ¿El vértigo de la realidad? ¿El vértigo de la ilusión? ¿Qué es el teatro para el actor en la escena? ¿El último juego contemporáneo? ¿La última bufonada? ¿Un compromiso? ¿Un placer? ¿Una angustia?

El que escribe tiene la página en blanco pero puede escribirla, borrarla y volver a escribirla. El que pinta tiene el espacio elegido y puede pintar todo, poco o nada. El que compone la música elige azarosamente las infinitas jugadas sobre ese tablero que es el pentagrama. El que filma apunta a la realidad toda o a un ínfimo detalle de ella y suma imágenes sin descanso. ¿Pero qué tiene el hombre de teatro? ¿Un texto por un lado? ¿Un espacio que no condice con ese texto? ¿Un público que se entromete entre el texto y el espacio? ¿Una imagen que es apenas la insinuación de la historia que se intenta contar y que ocurrió en múltiples tiempos y en múltiples espacios?

¿El teatro es el arte más antiguo o la forma más desguarnecida?

Tal vez, al igual que la poesía, el teatro esté siempre al borde del ridículo. Y tal vez, al igual que el instante, el teatro no tenga tiempo ni espacio suficiente para contarse.

Sin embargo, seguimos subiendo al espacio escénico con la ceguera del fanático y nos lanzamos a contar lo que no está, lo que no puede aparecer tal cual fue.

¿Será, entonces, el teatro una mera metáfora? ¿Será entonces un obstinado espejismo?

Quiérase o no, sucede. Está allí, donde están los actores, como una realidad absurda o como un absurdo real.

Nadie puede negarnos que hemos envejecido adentro de esa trampa y que hemos sentido placer al hacerlo. El placer enorme de querer contar con las manos vacías. Haciendo equilibrio sobre una delicada soga que se anuda con solitarios textos, con posibles imágenes y con espacios supuestos.

Mañana, cuando alguien mire en borrosas fotografías todo lo que hemos hecho, tal vez presienta que hemos estado un poco locos y que hemos cometido el pecado de imaginar lo imposible: contar la vida desde un mísero rincón de ella misma.

Si sumamos los ruidos que vienen de los alrededores, las toses del público y los problemas que acarreamos, podemos decir que estamos frente a una plena utopía.

Dejando de lado esta grandilocuencia que acabo de permitirme como enamorado del género, reconozco que el teatro es una de las construcciones más frágiles del arte. Porque un intérprete puede traicionar a un tema musical o un pintor puede colgar arbitrariamente un cuadro. Pero en el teatro son muchísimos más los potenciales traidores: el autor a la historia, el director a la obra, el actor a la puesta, los técnicos a la atmósfera, el público al producto, etc.

De todas maneras, y más allá de todo lo que uno dice, el espectador cuando va al teatro se ciñe a lo suyo: le gusta o no le gusta, se conmueve o no se conmueve, le importa o no le importa. Porque el espectador es el último juez, pero un juez que, en pocas horas, se quedará sin pruebas.

Eso es el teatro: lo efímero.

Pero muy de tanto en tanto, nos encontramos con un espectáculo que nos colma y nos ayuda a seguir volando sobre esa rara «avis».

Este año, por ejemplo, cumpliremos otro año junto al teatro. Este año, como todos los años, vamos a preguntarnos para qué y por qué y para quién vamos a contar. Y este año, como en los otros años, volveremos a contar.

Tomás Mann decía que la literatura es una fiebre que te atrapa y no te abandona jamás. El teatro, tal vez, sea para nosotros lo que para Tomás Mann era la literatura.

¿Pero el teatro es parte de la literatura? ¿El cine es teatro? ¿La danza se toca con el teatro? ¿Todo lo que es espectáculo es, de algún modo, teatro? ¿Todo lo que se cuenta es teatro? ¿Todo hecho es teatro? ¿La misa? ¿El deporte? ¿La política?

Tal vez el teatro tenga mil formas, pero una sola lo define: esos hombres contando lo imposible frente a alguien que ha decidido creerles.

A modo de epílogo podemos decir que esta aparente búsqueda de identidad del teatro no es una búsqueda ni la pretensión de una cierta convicción, sino la noble dubitación que genera una larga experiencia en el oficio. Es decir, con los años se pierde el respeto a toda teoría, a toda corriente y a todo maestro; o mejor aún, se rescata parcialmente algo de todo para alcanzar esa sensación incierta que nos aleja de toda ortodoxia y nos instala en una amplia encrucijada donde todo es posible.

Y allí comienzan las dudas: ¿Dónde sucede el teatro si hemos sido testigos de un hombre inmóvil que nos conmueve con su relato, de un manojo de rostros que detrás de una puerta entreabierta nos contaron un cuento perfecto o de una sucesión de voces que desde la oscuridad nos colmaron de enigmas? ¿Cuál es el verdadero lenguaje del teatro si aquello que supo conmovernos hoy son meros retazos de textos, de gestos, de sonidos, de imágenes, de cuerpos? ¿Lo que contamos, si es que contamos, en el teatro, no acabará siendo con el paso del tiempo un oscuro relato donde se confunden todos los relatos? ¿Dónde comienza y dónde acaba el teatro? ¿No terminará siendo una subjetivísima frontera entre «esto es lo mío» y «esto no es lo mío»? Cuándo nos preguntamos sobre lo que hemos narrado en todos estos años, ¿No nos estamos preguntando tal vez si era necesario todo este periplo que nos llevó de historia en historia? Cuándo nos interrogamos sobre qué es el actor y qué es la escena y qué es el teatro, ¿no estaremos lanzando señales desesperadas para comprobar que existimos en medio de esa profunda oscuridad que es la creación? Al compararnos con otros hacedores (el escritor, el músico, el pintor o el cineasta) ¿no estaremos dejando entrever nuestro terror ante lo efímero de nuestro antiguo oficio y nuestro recelo ante la suerte de los otros que trabajan con materiales perdurables? Desde el momento en que comparamos al teatro con la poesía, con el instante, con la mera metáfora y con el obstinado espejismo, ¿no estamos aceptando que su materia es frágil y efímera aunque luminosa? El placer enorme de querer contar con las manos vacías ¿no será, acaso, una irreverencia que se sostiene por una fe inexplicable? El pecado de contar lo imposible ¿no será, acaso, un acto alucinado que se sostiene por una oscura pasión? Lo apasionante del hecho teatral ¿no radicará justamente en esa furiosa suerte de caer inmediatamente en el pasado? Y el poder del teatro ¿no radicará en ser brutalmente presente? O la vigencia del teatro, más allá de nuestras dudas, ¿se mantiene en esa imagen imborrable donde unos hombres cuentan lo imposible a otros hombres que decidieron creerles?

Pero las dudas persisten y, más de una vez, nos encontramos junto a Chejov para preguntarnos si no habría que hacer una obra donde los personajes entren y salgan y coman y jueguen sin ton ni son como en la vida misma; o tratando de imaginar con Brook que en tanto haya un hombre sobre un espacio vacío al que otro hombre observa, se producirá, tal vez, esa última forma de juego que es el teatro; o fantaseando con Artaud que el teatro, al igual que la peste, es capaz de desatar conflictos, liberar fuerzas y desencadenar posibilidades.


La seducción del teatro

El que seduce es el actor, dicen unos. Lo que seduce es el texto, dicen otros. El dueño de la seducción es el director desde su puesta, dicen estos. El gran seductor es el espectáculo como hecho vivo e irrepetible, dicen aquellos. Y la verdad parece estar un poco en todas partes. En la memoria colectiva de los públicos hay actores que fueron, son y serán inolvidables, hay textos que parecen imborrables, hay puestas que siempre se recuerdan y hay espectáculos (¿la suma de todo lo demás?) que, con sólo nombrarlos, nos conmueven. Y también está la música de aquello, el tratamiento de la luz en aquello otro o el espacio escenográfico en eso otro. Porque no hay duda de que el fenómeno teatral se compone de muchos aspectos y esos aspectos parecen competir entre sí.

Pensar en la Gauchesca es pensar en los Hermanos Podestá pero también es pensar en Gutiérrez y en Hernández más el marco festivo del picadero criollo. Uno dice Sainete y dice Parravicini o Bozán como también dice Vacarezza o Cayol o Pacheco más aquellos antiguos teatros a la italiana vaciándose de la función vermouth para que entren los de la función noche. Se recuerda el Grotesco en los rostros de Arata y de Muiño y de Allipi sin olvidar uno solo de los pasajes de bravura que los Discépolo tejieron para los protagónicos de sus fuertes historias. Hablar del teatro de Roberto Arlt es hablar de Leónidas Barletta y su Teatro del Pueblo, pero también es hablar de esa escritura inconfundible que nace del propio Arlt. Y en cada uno de estos géneros emblemáticos de nuestro teatro nacional se han ido y se van sumando inquietantes versiones contemporáneas para completar la leyenda. Cuando hablamos de los primeros independientes, el recuerdo se asienta en ciertos elencos (Fray Mocho, Los Independientes, Nuevo Teatro, La Máscara), en ciertos directores (Ferrigno, Lovero, Asquini, Boero, Crilla) y en ciertos autores (Gorostiza, Dragún, Cuzzani, Lizárraga). El realismo de los años sesenta quedó fijado en ciertos textos de Cossa, de Rozenmacher, de Halac o de De Cecco, pero también en actores y directores que parecían dueños de esa cotidianeidad (Fernández, Allezzo, Gandolfo, Mossián, Gené, Lupiz, Soriano, Brandoni, Carella). Y la corriente experimental de aquellos años supo dejar también textos, montajes y actuaciones (Gambaro, Pavlovsky, Adellach, Villanueva, Petraglia, Rey, Javier, Traffic) que son mojones ineludibles de las corrientes alternativas posteriores. De las últimas décadas (el 70, el 80 y el 90) se apoderaron todos: Autores, directores autores, creaciones colectivas, dramaturgia de equipo y múltiples hacedores del espacio escénico. De las últimas décadas nos han quedado poderosas imágenes, profundos textos y ceremonias inquietantes. De las últimas décadas uno puede enumerar algunos (Monti, Kogan, Ure, Banegas, Kartún, Yussen, Veronese, Bartís y otra vez Cossa y Gambaro y Pavlovsky), pero nunca le alcanza. Hay muchos por ahora y falta tiempo para que la lista se decante naturalmente.

Por lo tanto, lo cierto es que en todos los momentos del teatro argentino, la seducción del teatro estuvo en todas partes.

FUENTE: http://www.cervantesvirtual.com/buscador/?q=teatro+argentino&tab=título&vauthor=&vsubject=&vdate=&searchField=all&f[cg]=1&p=0

ALUMNA: LOTTERO, María de los Milagros



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